miércoles, 6 de septiembre de 2017

Nuestra casa en el árbol

Los elogios que Fernando Sánchez Dragó hace en el libro "Shangri-la. El elixir de la eterna juventud" de la primera novela de la "hija de mi viejo amigo Carlos Vélez", "El jardín de la memoria", me han llevado a leer seguidas ésta (cuyo comentario ya he colgado anteriormente y a la que he valorado con un 2 sobre 10 de puntuación) y la siguiente obra publicada por Lea Vélez, "Nuestra casa en el árbol". Esta novela que elabora la periodista como continuación a su libro anterior, toma como punto de partida el encuentro de una madre viuda (su alter ego que, se llama esta vez, Ana, ha perdido a su marido hace año y medio) con sus hijos (ahora tiene, además de sus dos hijos reales, Michael, que tiene en el momento de plasmar la dedicatoria 6 años y Richard de 5 años, una niña llamada María) para leer el testamento del vagabundo Jim y esparcir sus cenizas sobre el río Hamble y, a pesar de saber quién es quién, el hecho del viaje por la desembocadura del río hacia su nacimiento como una metáfora para rememorar la infancia veinte años después, me resulta confuso pues me cuesta comprender que el narrador sea uno de sus hijos. En este maremágnum de libro, la estructura no está bien definida (pues se entremezclan la narración de unos cuadernos que escribe Richard y luego da a leer a sus hermanos, con las páginas de los diarios del árbol de su madre y las cartas que Michael le escribe al holandés durante aquel verano en el que tiene 7 años), abundan los sinsentidos (el testamento del vagabundo Jim, que se lee antes de que sus cenizas sean lanzadas, se refiere a los hechos de la infancia ocurridos 20 años atrás), las frases que pretenden ser profundas (“Hay que ser piña para no ser piñata”, “En el pasado están siempre las respuestas al futuro”, “Para disfrutar el presente hay que salir de uno mismo y verse discurrir desde la orilla”), las contradicciones (en un párrafo, dice Richard que “dejé las moras sobre la hierba al tiempo que María terminaba de leer la macabra historia del hacha” y tres párrafos después relata “Me acerque, dejé las moras sobre el césped. Me senté a su lado”), las excesivas descripciones de la naturaleza y los ambientes y, no me convence su manera de “meterse” en la piel de los niños, pues si bien es cierto que hay niños con réplicas verdaderamente imaginativas, aún no consigo explicarme cómo pueden ser tan ocurrentes sus hijos (la autora construye el personaje de María como una niña tartamuda y el de Michael como disléxico) y, con esas edades, plantearle cuestiones como “Mamá, ¿sabes qué la técnica de datación de los árboles se llama dendrocronología?”. Está bien la crítica que hace al determinismo del sistema educativo pero no me creo que éste sea “un librazo sobre la infancia, la educación, sobre la libertad”. De 2,5.